Le pesaba saber.
No era el hecho de poseer conocimientos, información, cultura; era la conciencia de si mismo lo que le pesaba.
Diariamente veía el trajinar de los otros, sus deseos, sus necesidades, sus alegrías, sus pequeñas (o grandes) miserias; que no le eran ajenas, él también era parte de lo mismo.
El problema (SU PROBLEMA) pasaba por esa sensación que tenía en cuanto a qué, si no todos los demás, la mayoría, era feliz o lo parecía, conformándose con el día a día, salvando el pellejo de su contento a diario, en cómodas cuotas pagaderas en un comodato vitalicio.
Por supuesto que todos tenemos problemas, incluso algunos los tienen graves o fatales, que superan el común, pero en su trato cotidiano él veía que la mayoría de sus interlocutores no se planteaban ni su finitud ni su eventual trascendencia o intrascendencia, conformes con sólo ser.
Primero eso lo perturbaba, al punto del desprecio y en ocasiones odio por lo llano de quienes no veían un palmo más allá de sus narices, incluso el asco y el rechazo.
Fue en una noche de cavilación azarosa que comprendió que su sentimiento era equívoco, no era rechazo u odio, PEOR, eran celos y envidia, por no poder actuar así.
Supo entonces lo que quería: Ser feliz.
Desde ese momento, se sintió pleno, todos sus instantes libres los dedicó a pergeñar el plan que lo llevaría a la felicidad.
Le llevó algunos meses, búsquedas y sobornos, pero finalmente consiguió unos estudios radiográficos, análisis clínicos y tomografías que se convertirían en su pasaporte al suceso.
Finalmente.
Acostado en la mesa de operaciones, la brillante luz lo encegueció brevemente, parpadeó y escucho la voz del anestesista, que le dijo algo de "cuente de diez hacia atrás y se irá durmiendo" ... mezclada con la voz del cirujano que comentaba a sus ayudantes lo raro de esa enfermedad, que obligaba a esa lobotomía selectiva multifocal, enfermedad detectada apenas justo a tiempo.
Sonrió y abrió sus brazos a la felicidad.